María José Acosta León Barandiarán (Perú)
No es novedad que las entidades estatales se encuentran sujetas al cumplimiento de distintos procedimientos y formalidades para la gestión y tramitación de cada actuación dentro del marco de sus funciones y competencias. Bajo este contexto, el panorama va aclarando -a veces, lamentablemente- lo que el término “burocracia” representa para muchos usuarios.
Por supuesto que este concepto engloba una estructura organizacional tan grande que sería prácticamente imposible delimitar en estas pocas líneas las dificultades que podrían generarse al seguir las regulaciones administrativas instauradas dentro de cada institución, por lo que trataré de ceñirme a algunas complejidades encontradas en el derecho arbitral.
Empecemos por lo primero: así como los privados pueden ejercer sus derechos y facultades por medio de representantes o asesores legales, el Estado, por su parte, también tiene la potestad de coordinar su propia defensa, a fin de salvaguardar los intereses estatales, manteniendo la autonomía e independencia entre cada uno de sus órganos.
Es bajo este entendimiento que, a través del Decreto Legislativo N° 1326 del 6 de enero de 2017, se reestructura el sistema administrativo de defensa jurídica del Estado y se crea, a tales efectos, la Procuraduría General del Estado, siendo parte de sus funciones la designación de los/as procuradores/as públicos/as para cada entidad estatal.
Estos funcionarios ejercen la defensa jurídica de los intereses Estado por mandato constitucional[1]. De este modo y en pocas palabras, las procuradurías públicas equivalen, con claras salvedades, al representante legal de los entes privados.
Vayamos ahora al meollo del asunto: el enfrentamiento de ambas partes. Cualquiera que se haya visto inmiscuido en un arbitraje en el que interviene el Estado, debe haber sido testigo de los frecuentes pedidos de ampliación de plazos, suspensiones, reprogramaciones, y entre otras solicitudes presentadas por los órganos de defensa de cada entidad estatal, según correspondiera al caso en concreto.
Desde un punto de vista estratégico, cualquier contraparte objetaría o se opondría a un pedido de este tipo por parte de una contraria, sin embargo, se debería reconocer un aspecto que muy pocas veces es tomado en cuenta y es que cada procuraduría pública no suele ejercer sus funciones sin antes conocer la postura y la información brindada por cada organismo vinculado específicamente a la controversia que se disputa en el proceso.
Si hacemos el ejercicio y consideramos que cada entidad tiene cientos de arbitrajes bajo su administración, ya sea como parte demandante o demandada, no es de extrañar que la correspondiente procuraduría no conozca de antemano todos los pormenores que habrían generado el conflicto. De este modo, a fin de poder plantear la posición del Estado de forma adecuada y ejercer de una debida defensa de sus intereses, resulta imprescindible solicitar y contar con el pronunciamiento del área usuaria de cada institución.
Así, el curso del arbitraje se torna más engorroso aún, pues mientras que el privado se ve representado por un grupo de asesores legales, la defensa del público ya no recae solamente en la línea de estrategia que pueda construir la procuraduría pública que corresponda a sus competencias, sino que ésta, a su vez, muchas veces se encuentra sujeta a la información que brinden las distintas áreas de la entidad, ya sea, por ejemplo, la de tesorería, la oficina general de administración, las unidades de abastecimiento, y entre muchas otras, todas las cuales cuentan con sus propios alcances sobre lo acontecido en la ejecución del contrato, así como, sobre todo, sus propias formalidades y plazos.
En resumen y a manera de ilustración, cuando un privado puede requerir de 10 días hábiles para armar y fundamentar su caso, para la institución pública el mismo plazo puede llegar a ser objetivamente insuficiente, pues no sólo debe solicitar el pronunciamiento del organismo a defender, sino que también debe esperar la respuesta (muchas veces incluso reiterar el pedido), analizarla, entenderla, interpretarla y plasmarla ante el tribunal arbitral a cargo de resolver.
Entonces, si nos preguntamos hasta qué punto podemos adaptar el principio de flexibilidad del arbitraje al caso concreto, la salida, tal como suelen predicar los abogados, “depende”. Considerar plazos desiguales para las partes no puede entrar en discusión, ya que vulneraría, asimismo, el principio de igualdad entre ellas. Sin embargo, conforme a lo antes explicado y habiendo experimentado esta encrucijada en carne propia, soy de la opinión que las instituciones públicas, ya desde los mismos inicios del proceso arbitral, se encuentran en desventaja y desigualdad de armas.
Conforme a ley, las procuradurías públicas sólo pueden designar al árbitro de parte sí, y sólo sí, previamente se les ha delegado dicha atribución por el titular de la entidad involucrada[2]. En otras palabras, ya desde el inicio del proceso, este órgano de defensa tendría una gran limitación, siendo que ni siquiera podría designar al árbitro que, a su criterio, contara con los conocimientos necesarios para resolver conforme a derecho y al caso concreto; si no se le hubiera autorizado expresamente para ello.
A manera de ejemplo, en el caso de la Procuraduría Pública del Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego, mediante Resolución Ministerial N° 0001-2025-MIDAGRI del 1 de enero de 2025, es decir, recién a inicios de este año, el propio Ministro aprueba la delegacion de facultades a su Procuradora Pública para la designación de árbitros. Antes de ello, su labor se limitaba únicamente a sugerir a determinados profesionales, siendo finalmente la decisión del organismo implicado en el contrato materia de litis quien haría el nombramiento oficial, pese a ser aquella la representante legal de cara al tribunal arbitral.
Es también de esperarse que cada procuraduría pública cargue con sus propias carencias y dificultades según el sector y las funciones que correspondan a sus competencias, no debiendo perder de vista, a mi parecer, el escenario político social en el que nos vemos inmersos los peruanos desde hace décadas, lo cual hace que cualquier situación o circunstancia que se desarrolle al interior de determinada entidad estatal se torne en imprevisible e inesperada.
Vuelvo aquí a hacer hincapié en que este aspecto nos pone contra la espada y la pared, en tanto cualquier consideración adicional en favor del ente público, ya sea motivada y/o justificada en dicha desventaja, ecuánimamente, podría rozar con el principio de igualdad en el arbitraje. Quizás quien siga esperanzado en que se encuentre un equilibrio ante esta disparidad de condiciones peque de ingenuidad, pero he de confesar, en mi opinión, que tal pecado -a lo menos- debería ser comprendido.
Ahora bien, tampoco podemos dejar de lado que existe un prejuicio latente contra las instituciones estatales, tal vez como consecuencia directa de los grandes hechos de corrupción que se vienen evidenciando a lo largo de los distintos gobiernos, probablemente desde sus inicios, inclusive.
Así pues, no resulta realmente extraño escuchar, o, en el mejor de los casos, sospechar, de la falta de imparcialidad de los árbitros en los procesos en los que interviene el Estado y que, en determinados casos, ni siquiera se molestan en ocultar. González de Cossío nos advierte, inclusive, que la imparcialidad no sólo implica una ausencia de preferencia, sino también el riesgo de ésta, ante una situación controversial[3].
Por su parte, distinta doctrina internacional[4] también nos recuerda que la imparcialidad es un concepto subjetivo, más abstracto que el de independencia, pues se refiere a una predisposición mental, mientras que este último representa un criterio más objetivo, pues abarca cuestiones que vinculan al árbitro con una de las partes, ya sea por índole financiera, por ejemplo, o de cualquier otra naturaleza.
Debo precisar que en el contexto de lo analizado en este trabajo, el concepto de imparcialidad puede verse más implicado con la labor de los árbitros, pues como bien señaló en su oportunidad De Trazegnies, existen las incompatibilidades de función[5], las cuales imposibilitan a personas que ejercen ciertos cargos públicos a que se desempeñen como árbitros, como lo serían, por ejemplo, el Presidente de la República, miembros del Tribunal Constitucional, entre otros. Es así que, los casos de falta independencia suele ser más clara y, por ende, menos recurrente en los arbitrajes en los que interviene el Estado, contrariamente a los supuestos de imparcialidad, que por su misma subjetividad, devendría en una cualidad, o mejor dicho, en un defecto, más difícil de percibir en el desempeño arbitral.
En este orden de ideas, si bien el supuesto de preferencia puede encontrarse revertido, considero que hay más posibilidades de reflejar esta parcialidad en favor de los privados, debido a todos los hechos y actos maliciosos que cada vez son más conocidos en el contexto relacionado a las entidades que responden al interés público.
No es raro, tampoco, que los estudios jurídicos no tengan intención o interés alguno en asesorar a una entidad que forma parte de la Administración Pública, pues como se explica en este trabajo, ya se prevé los obstáculos que irán surgiendo para la sóla gestión de su contratación, que va desde los reducidos presupuestos, hasta la larga lista de formalidades y condiciones que deberán cumplirse para concretar la contratación de los servicios.
Finalmente, sin ánimos de mostrarme simpatizante por uno u otro sector, sí considero que, para cerrar este capítulo, merece ser conocida una de las grandes -sino la mayor- limitación a la se enfrentan las procuradurías públicas durante el transcurso de los arbitrajes y es que las obligaciones económicas del Estado son atendidas con cargo al presupuesto institucional de la entidad vinculada a la controversia.
De este modo, a fin de poder asumir cualquier compromiso financiero que comprenda el arbitraje, ya sea para cubrir los gastos arbitrales, honorarios del personal técnico, legal u otros, es necesario primero solicitar una habilitación presupuestaria a la respectiva Oficina de Presupuesto o a quien corresponda, y luego esperar el correspondiente informe aprobatorio. Todo ello, por supuesto, cumpliendo a la vez con las formalidades y plazos establecidos internamente por cada institución, que usualmente sobrepasan a los tiempos previstos en cada proceso.
No sólo eso, pues desde una perspectiva un poco más subjetiva, debemos también recordar que mientras los entes privados pueden destinar determinados y cuantiosos fondos para la contratación de sus respectivas defensas, las procuradurías públicas nuevamente se ven delimitadas por la poca disponibilidad presupuestaria impuesta, lo cual evidentemente conlleva a la constante falta de recursos y todo lo que ello implica, incluyendo una diferencia salarial que no se alinea con los estándares del mercado, lo que dificulta la atracción y retención de talendo calificado.
Son muy pocos los casos en los que los organismos estatales aceptan y gestionan la contratación de una asesoría legal externa para la defensa de sus posiciones, pero en su gran mayoría, los cientos de casos recaen en los equipos de las procuradurías públicas, cuya respetable labor en el día a día y con los cada vez más escasos recursos ofrecidos, como mencionamos líneas arriba, no encuentra otra traducción que el más sincero significado de “amor a la patria”.
[1] Constitución Política del Perú, artículo 47.
[2] Decreto Supremo N° 018-2019-JUS, Decreto Supremo que aprueba el Reglamento del Decreto Legislativo N° 1326, Decreto Legislativo que reestructura el Sistema Administrativo de Defensa Jurídica del Estado y crea la Procuraduría General del Estado, artículo 39.1.
(…)
17. Aprobar, tanto en el arbitraje institucional como en el Ad Hoc, la designación del árbitro por parte de la entidad, siempre que dicha atribución haya sido previamente delegada por el/la titular del pliego.
[3] Francisco González de Cossío, El Árbitro (México: Editorial Porrúa, 2008), p. 16.
[4] Alan Redfern, Martín Hunter, Nigel Blackaby y Constantine Partasides, Teoría y práctica del Arbitraje Comercial Internacional (Navarra: Editorial Aranzadi, 2006) p. 305.
[5] Fernando de Trazegnies, <<Conflictuando el conflicto. Los conflictos de interés en el arbitraje>>, LIMA ARBITRATION N° 1, (2006): p. 163.
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